Aparece el convoy desde la negrura del túnel, anunciando su llegada a través del peculiar estruendo producido por las ruedas metálicas sobre los raíles cuando frenan. Como siempre a esta hora, llega saturado de gente. En su interior, una masa amorfa de humanos de mi misma condición.
La rutina del trabajo conlleva esto. Me levanto a las seis de la mañana. Inmediatamente, casi corriendo, voy a tomarme el café, ese momento supremo que solo dura unos míseros minutos, pero que es uno de los pocos refugios en medio del caos de la existencia. Un breve instante de comodidad en el que por fin puedo ser yo mismo y jugar con mis reglas la partida que me apetece jugar. Sorbo a sorbo, disfrutando de una amargura irónicamente deliciosa. Desde la ventana, un paisaje idéntico me saluda a diario: el sol, como un trabajador más (aunque sin despertador y tomándose su tiempo), empieza a levantarse en el horizonte, alumbrando con sus focos este teatro que es el mundo, con todo el atrezzo, el vestuario y los actores que lo decoran. Actores, la mayoría, sin un papel realmente protagonista y con un guión preestablecido. Yo soy uno ellos.
Acabada la taza de café, toca caminar apresuradamente rumbo a un lugar bajo tierra: no al cementerio, sino al metro.
Me subo a uno de los vagones, y, como buenamente puedo, extiendo el brazo para sujetarme a una de las barras metálicas, agarrada por muchas otras manos de diferentes colores, tamaños y texturas.
El tren va recorriendo las distintas paradas. Me da por reflexionar. Puede que los puntos desde donde venimos los que estamos aquí dentro sean diferentes, al igual que los destinos adonde nos dirigimos con este medio de transporte. Puede que no a todos nos guste lo mismo, que prefiramos unos platos a otros y unos restaurantes donde matar el tiempo de noche. Quizás tengamos personalidades, rabias y manías dispares; diferentes cuerpos e historias que hacen que nos sintamos orgullosos de nosotros, o bien que pasemos vergüenza; personajes varios que se han cruzado en la trama de nuestras vidas y que nos han acompañado siempre o que quizás nos han defraudado, que nos han hecho sonreír o padecer, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, en el fondo, todos compartimos algo abstracto que nos iguala. Todos somos guerreros, quizás algunos más que otros, sí, pero todos nos hemos esforzado para poder seguir viviendo bajo condiciones un poco más dignas que el día anterior. Y todas nuestras acciones han convergido en el hecho de que nos encontremos en el lugar donde nos encontramos justo ahora: apretujados en un vagón bajo a no sé cuánta distancia de tierra, como gusanos que somos a ojos de otros.
Y en la cúspide están los “bien vestidos”, los que maquillan su existencia con el olor de perfumes caros, gente que no conoce el significado de la expresión “llegar a fin de mes”. ¿Que si se lo han ganado? La respuesta consumiría más azúcar del que he tomado junto al café de esta mañana. Lo que sí sé es que los ricos no cogen el metro, sino que van de allí para allá en cochazos de última generación como el Batmóvil.
Ya lo comprendo. Todos los que estamos ahora aquí tenemos eso en común: nos desplazamos en metro porque no tenemos un Batmóvil. Eso nos hace iguales.
Llega la hora de apearse, rumbo al trabajo. Me queda el consuelo de que, mañana por la mañana, cuando el mismo ciclo empiece de nuevo, me podré tomar el café, esa escena privada, íntima, donde puedo estar conmigo mismo.
Kevin Estévez Villalba (categoria adults)