Ozzy Osbourne y yo estábamos en la cima de una de esas montañas verticales que algunos chalados escalan sin cuerdas, y no sabíamos cómo diablos habíamos ido a parar allí, y yo no sabía por qué diablos estaba con Ozzy, que llevaba vaqueros negros y chaqueta de cuero negra y camiseta de Ozzy Osbourne negra y su inconfundible pelo largo, liso y negro. No obstante, soy incapaz de recordar nada de mi propia imagen.
El caso es que estábamos en ese acantilado, y daba vértigo mirar hacia abajo, un vértigo de cojones, porque era de noche y no se veía el fondo, pero no costaba adivinar que se hallaba lo suficientemente lejos como para quedar hechos unas plastas de carne y músculos y sangre y huesos y dientes y entrañas si nos caíamos, así que pasamos de volver a hacerlo. Y tampoco sabíamos por qué, había un colchón allí, un viejo y sucio colchón de muelles, y un estrechísimo sendero nacía en lo alto del despeñadero, y descendía a su través en una acusada pendiente, y Ozzy y yo estábamos helados y cagados de miedo, de hambre y de sed, por lo que decidimos intentar largarnos, de la única forma que se nos ocurrió.
Meé, cogimos el colchón y lo pegamos a la pared del precipicio, justo donde la senda iniciaba su bajada hacia lo que esperábamos que fuese tierra firme, con sus mil millones de benditas penas, y nos estiramos en él, pegados el uno al otro, Ozzy en la parte que daba al vacío, yo en la de la pared, porque Ozzy siempre había sido un colgado sin remedio, ávido de emociones fuertes (tal vez su miedo era fingido; el mío era muy real), y empujamos hacia la trocha, yo contra la pared de dentro, él contra el borde del camino, y el colchón (el paso era tan angosto que medio palmo se asomaba a ese oscuro y frío infierno), con nosotros encima, mercancía en apuros, empezó a bajar.
El colchón fue tomando velocidad, y yo no podía dejar de pensar que se desviaría y nos iríamos abajo, y cuando ese pensamiento estaba a punto de parar mi corazón me giré y vi que el cabrón de Ozzy estaba durmiendo a pierna suelta. Hasta un pequeño hilillo de baba asomaba por la comisura de sus labios, y esa visión fue como un milagro tranquilizador, y sus ronquidos descompasados me parecieron el lento y suave fluir de un río, y me dormí yo también, bajo el negro manto estrellado, sin destino asegurado.
Me desperté. El colchón se había parado. Seguía en él. El despeñadero había desaparecido. Bueno, no; miré hacia arriba: ahora ascendía hasta el infinito. De la que nos habíamos librado. Miré a Ozzy; seguía durmiendo. A nuestro alrededor se extendía un descampado de tierra con trece o catorce coches aparcados, bordeado por una pared de roca rojiza de unos tres metros de altura coronada de pinos que se inclinaban hacia adelante, dándonos la bienvenida. Me sentía como si hubiese resucitado, como si un potente rayo me hubiese partido por la mitad y Dios hubiese cogido mis dos mitades y las hubiese pegado con su saliva bendita. Me levanté, anduve hacia los coches, me metí entre dos de ellos y volví a mear. Pensé: “¿de dónde sale tanto pipí?” Volví al colchón y le dí unos suaves puntapiés a Ozzy en el hombro. La saliva le encharcaba la cara y el pelo. Se despertó, se secó con la manga de la chaqueta, se levantó, anduvo hacia los coches, meó entre dos de ellos, volvió y me preguntó si me apetecía un trago.
Pitu Pitarch Pujol (categoria adults)