—¡Mira que eres guapo, Pepe! —exclama María limpiando con esmero el cristal ovalado que protege la fotografía.
Mar y ciudad se extienden tras ella. ¿Está sola? Diríamos que sí pero no podemos aplicar aquello de «no hay ni un alma». Es un paraje repleto de ellas. Se encuentra en la calle más elevada del cementerio de Sant Pere de Badalona, a las afueras del barrio de Pomar.
Este es el tercer Sant Jordi que acude al camposanto para visitar los restos de su amado esposo. Y con un libro bajo el brazo. Ha prolongado dicha celebración más allá de su muerte sin romper la tradición a la cual no falla desde que comenzaron a regalarse la rosa y el libro, a finales de la década de los setenta. Y lo hace a hurtadillas, su familia lo ignora. Se echarían las manos a la cabeza si supiesen la caminata que inflige a sus castigadas piernas cada 23 de abril hasta la cima de la montaña. ¡Y este año cumple ochenta y seis! Siempre viene acompañada de sus hijos el día de Todos los Santos pero ella necesita esa otra visita complementaria, íntima y secreta con él. Como si todavía fuesen demasiado jóvenes y tuvieran un idilio que ocultar.
—Te he sorprendido este año, ¿eh? Lo he comprado en la papelería de Carmen. Fíjate que es una novedad de alguien que lleva muerto más de cien años… —María sonríe retirando de la repisa de mármol un libro húmedo y polvoriento. Se sorprende a si misma por la casualidad de las últimas palabras pronunciadas, pues el libro que acaba de recuperar es Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Hoy le ha leído el principio del libro que ha traído, la primera novela escrita por Julio Verne, inédita en castellano hasta la fecha: Un cura en 1835. Cada Sant Jordi le trae una nueva novela o alguna que dejó en casa por empezar, le lee los primeros párrafos y la sustituye por la que dejó el año anterior. Llegará un momento en el que su familia se percate de que el libro va cambiando cada año. Y ella también se hará la sorprendida fingiendo no saber nada, con la actitud de una chiquilla de cinco años.
Finalizada la limpieza de la lápida y una vez acomodado el nuevo libro, cierra la ventanilla del nicho con llave. Comprueba que las letras metálicas que conforman el nombre y los apellidos de su marido estén bien relucientes a la luz del sol primaveral.
—Pues no nos quedan años por celebrar el día de Sant Jordi, cariño mío… —dice emocionada. Una lágrima brota para quedar atrapada poco después en uno de los surcos de su veterana piel.
María es consciente: un día no muy lejano —aunque no sabe cuándo— ella también reposará allí junto a él. Pero ese no es su principal deseo. Su anhelo es que puedan seguir celebrando ese día en el otro lado, que todos los días sean hoy y revivir por siempre el día de Sant Jordi. Se imagina en el más allá viendo a José ilusionado con el nuevo libro que le regale mientras ella pone en agua la rosa fresca que nunca se marchitará. Felices con esa soñada y merecida eternidad.
Antes de volver a la ciudad tan solo le queda recoger su rosa, esa con la que él la obsequia. No es una rosa natural, es una de las que configuran el ramo de plástico que pusieron ella y su familia el primer 1 de noviembre tras el fallecimiento de José, cuando dejaron el primer libro, La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón. ¿Pasarán tantos años como para agotar el ramo? ¿Será capaz hasta el final de sus días de subir a cambiarle el libro? El destino lo decidirá.
Se marcha risueña con su rosa y el libro amarillento que volverá a su hogar. Mientras baja la pronunciada cuesta puede admirar en toda su extensión la ciudad costera que la ha acogido durante casi setenta años. Le encanta pensar en que cuando esté abajo algún conocido le pregunte en la tusa quién le ha regalado la rosa. Y solo ella lo sabrá. Sonríe pletórica. Ama el día de Sant Jordi y lo piensa celebrar por siempre junto a él.
Óscar Green (Categoria adults)